Somos un desdichado país de realidades descabezadas y leyendas deconstruidas, de símbolos malinterpretados y cuentos de bandoleros con el corazón tierno.
Algunos de estos relatos nuestros son también la materia prima de los mitos compartidos, y han arraigado tan adentro que los hemos integrado en nuestro imaginario colectivo: con mayor o menor acierto, nos definen. Aceptamos y seguimos, demasiadas veces sin más, algunos estereotipos que quizás no nos ayudan demasiado, con una especie de resignación limitadora, e incorporamos dichos y tradiciones sin que ni siquiera se nos pase por la cabeza de rebelarnos.
Así nunca acabaremos de descubrir, como decía el poeta, el poder que tenemos. Y, de vez en cuando, nada de eso tiene sentido, y nos transformamos y tenemos tamaños, ideas y pose de pueblo grande, y nos sentimos abocados a una libertad y a una historia propia que está cerca… Pero hasta ahora no hemos podido concluir la gran transformación ni llevado hasta el final la acción tantas veces fundacional de la desobediencia.
Dice alguno de nuestros diccionarios que la acción del verbo desobedecer puede entenderse como «rechazar la obediencia a una autoridad legítima». Por ejemplo: "la ciudad se rebeló contra su rey"… sin entender que el mismo inicio del acto de rebelión es el primer cuestionamiento de la legitimidad. Ahora ya hemos aprendido que hay "autoridades" bien ilegítimas y que no puede haber "autoridad legitima" por imposición. No en tiempo de derechos humanos y de ciudadanía. Y con un «no» aún más rotundo cuando el neofascismo rampante amplifica las diferencias entre seres humanos hasta la deshumanización y se instala, de forma socarrona, en los parlamentos de Europa. ¿De qué legitimidad hablamos cuando el dragón sólo se la puede atribuir porque es grande, rico y violento, y se aprovecha de nuestro miedo?
Y nosotros, aquellos que nunca nos damos cuenta del poder que tenemos en profunda desunión, nos hemos acostumbrado tanto al dragón supremo y su exigencia de ofrendas (ya sean doncellas, botín o chivos expiatorios) que entregamos en ritual indigno, derechos e ideas.
La celebración del sacrificio no depende de ningún calendario que marque equinoccios o el tiempo de la cosecha, sino del humor o voracidad del dragón, incansable e impune en su obra de atemorización y debacle: puede exigir una nueva víctima de vez en cuando tanto, o muy a menudo, pero las tiene todas apuntadas en la lista de desafectos. Y no perdona. Su soplo al rojo vivo no distingue entre un concejal de las tierras de la niebla que pone lazos amarillos en la ventana, de la soltera que guarda junto al mar una máscara de Jordi Cuixart con un silbato amarillo. Ni da importancia alguna a la representación ciudadana y a las responsabilidades institucionales. Ambos (podemos llamarlos Tamara y Pau, y con ellos, varios miles mas, presidente de la Generalitat incluido) no podrán esperar que ningún Sant Jordi, con toga de caballero, les libre del sacrificio, porque ésta es una leyenda sin papeles preasignados (a no ser, de momento, el del dragón) y quien debería ser salvador hoy, siguiendo lo que marcan las leyendas, puede ser mañana mismo la doncella de la ofrenda, el botín a cobrar o el chivo a castigar sin redimir las culpas de la suprema ofensa.
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